LAS
ENSEÑANZAS DE LOS RELIGIOSOS EN LA NUEVA ESPAÑA
Roberto
Samael C. E.
Durante
la colonia, la ciudad o lo que era por aquel entonces, se acomodaba, se
formaba. Los ibéricos levantaban iglesias por doquier, para ese entonces, la
iglesia de la Santa Veracruz, junto con San Hipólito, marcaban el límite
poniente de la ciudad y era parte de las cuatro iglesias (San Miguel Arcángel,
Santa Catarina y el Sagrario), que eran denominadas “de españoles”. Como la
gran mayoría de las parroquias seculares, ésta también comenzó en una pequeña
capilla que sostuvo la cofradía de la Santa Veracruz. Desde finales del siglo
XVI, el Arzobispado la asignó como parroquia para españoles; los indígenas
asistían a los oficios en sus propios templos y capillas.
Lo
anterior también explica por qué la iglesia sostenía fuertes lazos con la
Virgen de los Remedios, que era vista como la protectora de los españoles: cada
vez que era llevada a la ciudad, antes de llegar a la Catedral hacía una pausa
en Santa Veracruz. Este recorrido fortalecía simbólicamente su papel, como
sucedió durante el movimiento de Independencia. La Virgen de Guadalupe, que
aludía al estandarte de los revolucionarios, fue confrontada con la de los
Remedios, que tenía su santuario al final de la calzada de Tacuba, justo por
donde huyeron los españoles al ser vencidos por los indígenas en el llamado,
Árbol de la Noche Triste. En ella se veneran al Cristo de los Siete Velos y a
la Virgen de los Remedios.
La
hechura barroca churrigueresca de Santa Veracruz se comenzó a principios de
1760 y se terminó seis años después; pero si el visitante observa con detalle,
notará que sus torres tienen diferente calidad: la del sur, plenamente barroca
y levantada al mismo tiempo que el resto del templo, contrasta con la del norte
que fue añadida en el siglo XIX debido a que la jerarquía de la parroquia le
exigía contar con dos torres al frente y con más de cuatro campanas. Su
portada, coronada por el arcángel San Miguel, la Santa Cruz y el obispo de
Sebaste, revela su filiación con el Arzobispado.
Algo
para resaltar y que pocos saben, e que en su interior fue enterrado el
reconocido escultor Manuel Tolsá, quien entre otras muchas obras participó en
la construcción de la Catedral Metropolitana, en el edificio del Museo Nacional
de San Carlos y en la Casa del Marqués del Apartado, solo por nombrar algo de
más muchas obras que realizo este gran personaje en tiempos de la colonia. Pero
además ahí, detrás de esa construcción, existió lo que por aquellos tiempos era
conocido como “la Casa o Escuela de Indios”.
Ubicada
en la calle 2 de abril en el número 20, fue una de las llamadas “Escuela de
Indios”, que fundaron los frailes españoles a principios del siglo XVI. Aquí se
les enseñaba a los “indios” en los años posteriores a la conquista, y como
parte del adoctrinamiento con diversas disciplinas que para los frailes eran
básicas en sus propósitos, tales como latín, dibujo, pintura, escultura,
artesanía y artes de bordar. También se establecieron talleres en donde se
preparaba a canteros, herreros, carpinteros, albañiles, sastres, enfermeros y
zapateros entre otros oficios.
Por
las mañanas enseñaban lectura, escritura, canto y por las tardes doctrina. Se
asistía a las fiestas religiosas y se cantaba en el coro. A los pequeños no les
era permitido comunicación alguna con sus familiares “para que no se
contaminasen de los errores de la idolatría”. Entre los más adelantados, se
eligieron a cincuenta, a quienes se les preparaba para ser enviados como
catequistas a los alrededores de la Ciudad de México e incluso a las provincias
cercanas.
El
impulsor y fundador de este tipo de escuelas, fue fray Pedro de Gante (Pieter
van der Moere, conocido como fray Pedro de Gante o Pedro de Mura fue un
religioso franciscano flamenco, uno de los primeros en arribar a Nueva España,
donde permaneció casi cincuenta años como evangelizador y educador). Nació en
la última década del siglo XV en Gante, Bélgica. Al poco tiempo de haber
llegado al nuevo mundo fundo la prime escuela en Texcoco y poco después en la
Ciudad de México en la iglesia del convento de San Francisco, que dirigió por
espacio de medio siglo, en la que llegaron a reunirse, más de mil niños,
adultos, mujeres y hombres urgidos de instrucción religiosa y civil.
Gante, era
tan apreciado entre los indígenas que casi todos a él le obedecían, por lo cual
el arzobispo de Montufar, sucesor inmediato del señor Zumárraga, solía decir:
“Yo no soy el arzobispo de México, sino fray Pedro de Gante”.